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Cuando lo conocí, Arístides ya no veía con sus ojos. Sin embargo, su mirada trascendía más allá de La Brujoteca, ese curioso e inigualable espacio ubicado en el piso inmediatamente superior a la redacción del antiguo edificio del diario El Nacional.

Arístides no caminaba con sus piernas ni escribía con sus manos, salvo cuando las usaba para autografiar sus libros o firmar los cheques de nuestras becas; pero, con su Ciencia Amena y sus entrevistas y reportajes, viajaba alrededor de nuestro planeta e incluso llegaba a tocar los confines del Universo; o los secretos del átomo.

Cuando fui admitido como alumno del profesor, apenas estaría cursando en el tercer o cuarto semestre en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela. En esa oficina, comprobé y fui parte ─con mis compañeras de todos los días: Marlene Risk, Acianela Montes de Oca, Maritza Guadarrama─ prueba de la existencia de lo real maravilloso garciamarquiano.

Pero no se confunda, lector, en La Brujoteca reinaba la disciplina y el orden: todo estaba cronometrado; pues nada en el mundo podía atentar en contra del proceso de investigación, redacción y revisión de su columna. La jornada comenzaba a las 8 en punto con la lectura del periódico y la constatación y mirada ─casi que con lupa─ de La Ciencia Amena: título, texto, foto y leyenda. ¡¡Y cuidadito si a alguno de nosotros se nos había colado un error!!

Aunque bastante gruñón mientras se trabajaba, una vez entregada La Ciencia, Arístides se convertía en un gran bromista, en buen conversador (le gustaba el chisme), y en un eterno enamorado de las damas que llegaban de visita. Estudiaba inglés en las tardes y los fines de semana y amaba la música clásica (se dedicaba a identificar el sonido de los instrumentos en las piezas que más le gustaban), pasión que nos transmitió a algunos de sus colaboradores. Como buen tutor en toda su dimensión, nos orientaba en usar parte de nuestra beca en clásicos de la literatura, la historia, la política y la filosofía.

Cierro los ojos y la memoria me trae al presente la imagen de Arístides sentado en la silla de ruedas que tanto me tocó llevar. Lentes oscuros, camisa a cuadros. Contando sus andanzas cuando el periodismo se pagaba por centímetros columna, incluyendo la foto, si el reportero salía en ella. Por sus manos pasamos, para moldearnos, de muchas generaciones. Todos con distintos y diversos resultados. Pero sin duda, todos agradecidos de haber compartido con un hombre extraordinariamente único.

Alfredo Carquez Saavedra/ Cuatro F


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